Mi conocimiento del rebaño es limitado. Guardo una distancia mínima tras los cuartos traseros de mi compañero, retrocediendo en ocasiones para no recibir una coz involuntaria.
Cuando empieza la carrera el grupo se dispara en dirección a no se sabe dónde. Los humanos dirían que somos como una locomotora o como una apisonadora. Yo troto y troto, hasta tal punto que mi lengua se libera. Es un continuo seguir la estela del de adelante sin mirar a ningún otro lado. Todos hacen lo mismo, y una sombra gigantesca se adueña del llano.
El único respiro se produce cuando nos detenemos en algún abrevadero o pastizal. Solo entonces pierdo la referencia del compañero de adelante. Y puedo estirar las patas y probar la hierba fresca de la fértil tierra.
Mis dientes recortan hasta la raíz y extraen el verde alimento, la savia dulce, el néctar del llano que ha madurado tras las inundaciones, mientras atravesábamos el páramo y reposábamos más al sur del caudaloso rio.
Hoy no soy más que chuleta. Hermosa chuleta eso sí. Mi destino es una parrillada y mi magra carne, bien tostada pasará a alimentar a algún humano. Tras ser diseccionado, troceado, y debidamente envasado en una cadena de montaje, un sello indicará en el plástico de la bandeja de carnes, la fecha de caducidad. Tal vez, la fecha de caducidad de una forma de vida, que pierde su libertad al abrazar el vértice de la pirámide alimenticia.