El conflicto es inherente a la realidad natural, se encuentra presente en todos los órdenes de la vida aunque rara vez reparamos en su naturaleza y en los efectos que dimanan de su imperio.
Pero antes de proseguir, sería conveniente que hagamos una disección de las partes constituyentes del conflicto en sí. Consideremos pues, el conflicto como el resultado de una mezcla, como un conjunto de varios contenidos que lo dotan finalmente de la identidad necesaria como para nombrarlo con propiedad.
Uno de estos elementos constituyentes es el interés, que representa la expresión más o menos formal de un deseo cualquiera. Esto es relevante, desde el punto de vista de que sin dicho interés, sin deseos o necesidades (o motivos necesarios) el conflicto se desactiva, no encuentra ese espacio común, ese contexto que conecta intereses encontrados.
Así, el diseño de la naturaleza, sobre todo la vida o la materia orgánica, responde a unos intereses muy simples. El principio de autoconservación sería la base programática desde donde empezar a desarrollar estrategías que puedan o no cumplir con este mandato biológico incuestionable. Tal vez sea desde aquí desde donde podemos asistir a todo el universo de motivos, necesidades e intereses que de forma tan exuberante van poblando el imaginario colectivo, la lógica subyacente a todo tipo de conductas y comportamientos.
Si observamos el mundo como un gran tablero, y cada especie o agente como una pieza dentro del mismo, podremos entender las funciones de cada uno, sus intereses y motivaciones y la colisión necesaria en muchos casos, entre piezas, que deben solventar favorablemente el devenir de sus estrategias para adaptarse al juego. En cualquier caso, una estrategia fallida, aboca al agente, a la pieza, a abandonar el tablero o a volver a la posición de salida.
Siguiendo estas reflexiones, ya estamos en condiciones de bautizar el conflicto, como una reacción a intereses encontrados bajo un determinado contexto.
Interesante subrayar palabras, como interés, motivación, necesidad, conflicto y contexto. Estos son los puntos de partida del armazón de nuestra trama argumentativa.
Un ejemplo cercano que podemos contemplar, es el de las necesidades orgánicas, como fuentes naturales de intereses que nos desbordan. El hambre, la sed, el sexo, etc… Se articulan como elementos poderosos, que hacen elevar la civilización con una determinada configuración en su dimensión social y política.
Muchos errores e imprecisiones, que denostan o no otorgan el crédito suficiente al fenómeno del conflicto, se producen debido a que el modelo que prefigura el estudio fundamental se reduce al sujeto, o al individuo universal. A ese ente abstracto que no tiene existencia, y que distorsiona en el ámbito teórico todo buen acercamiento a la realidad empírica.
Imaginemos en su lugar millones de sujetos, todos con sus necesidades por satisfacer, entrando en conflicto permanente, en un estado de anarquía irresoluble. Esta situación no es nueva, ya la plantearon los teóricos contractualistas, que lo definieron como el estado de naturaleza, un estadio previo al acuerdo y a la concordia, que da como fruto al hombre como ser social y político. También desde el ámbito de la economía se han planteado formas de coordinar o de ordenar esos intereses subyacentes de la población, mediante una mano invisible, un mecanismo ciego que de alguna forma acaba articulando las relaciones de forma necesaria, acabando con el caos y propiciando un orden similar al de un tejido bien hilado.
Aquí resulta atractiva la idea de un juego de contrapesos natural, en el que el conflicto social se va encajando, pieza a pieza, hasta encontrar una suerte de equilibrio. Surge casi inmediatamente la duda de si es necesario actuar “desde fuera” del contexto, para corregir y favorecer un resultado favorable para el fenómeno en conflicto, o bien hay que “dejar hacer” y que el propio conflicto actué como una fuerza ciega que reacondiciona o acaba ordenando dicho contexto desde dentro.
Lo importante es reseñar que una vez alcanzado el pacto social, las normas, leyes o disposiciones morales y jurídicas son impuestas a todas las partes, incluyendo aquellas que querían promover otra suerte de ideales. Así, el momento de la instauración de determinadas instituciones supone la eliminación de ciertas resistencias, y el paso a la clandestinidad de ciertas tendencias o valores.
Esto es relevante, porque la normatividad social existente, que es garante de la estabilidad o garantía de la superación de un conflicto permanente o anarquía, no siempre se muestra como una realidad benefactora para la mayoría de los que acaban aceptando dicho orden.
No casa como un guante, normatividad social frente a normatividad o intereses individuales, y esto representa el germen de un conflicto soterrado. Una guerra interna, que se libra en el interior del sujeto, que concibe la vida social como algo injusto, esencialmente contrario a gran parte de sus intereses.
Esto es una fuente de marginación y malestar, que se torna en frustración permanente mientras no se aborden de forma consensuada los problemas esenciales de determinadas premisas normativas o valores que atañen al conjunto.