En el ámbar ha quedado atrapado un sueño. Ocurrió antaño en las edades de hielo, donde la horda cazaba esos paquidermos de colmillos enroscados.
El valor de atrapar un tronco seco, partirlo, astillarlo y pulirlo hasta encontrar el filo mortal no era tarea fácil. La carne del animal muy endurecida, escupía los dardos, o estos simplemente se quebraban, o pasaban de largo. Hacían falta muchas manos y hercúleos brazos dispuestos a dar en la diana. Y es que el premio no era menor.
La primera ciudad de piedra abrió sus puertas a una nueva forma de vida: el comercio. Allí, concurrían por primera vez grupos nómadas, de cazadores recolectores, o enviados de lejanos territorios, para, bajo la seguridad que garantizaban los muros, encontrar refugio a sus mercancías, así como para llegar al alba del quinto día prestos a comerciar entre todos.
El mercader, era el oficio del que viajaba de ciudad en ciudad, de imperio en imperio, de pueblo en pueblo, ofreciendo y comprando conforme a las diferentes disposiciones de adquisición de las distintas mercancías.
Y por definición, mercancía era algo que no se necesitaba en primera instancia, sino más bien como elemento canjeable para obtener otros productos que sí podían representar una necesidad de primera instancia.
Luego llego el dinero, la contabilidad, las finanzas, y el trueque quedo abolido por su propia insuficiencia para un intercambio universal.
Y qué es el amor, sino trocar algo, sin ponderar las cantidades estipulables. Ese dar sin razón, ese pálpito enrojecido sin ambición crediticia. Ese menguar de la fortuna, para caer atrapado en la espiral de un endeudamiento de emociones. Así se forjó la primera alianza, símbolo de un compromiso indestructible, atrapado en el ámbar, un sueño perdurable que siempre nos recordará como entre el hielo el calor se armó para sostener el amor, a pesar de las escasas probabilidades de sacar cualquier otro negocio adelante.