EL INGENIERO TOPALOV

Yuri solía probar sus ingenios en el estanque próximo a la casa familiar. Las naves de madera sufrían ataques de mortero, que silbaban hasta explosionar en el casco, haciendo que las astillas saltasen quedando como náufragos a la deriva. 

Así de prolija era su mente, que no cejaba de inventar historias, de calcular trayectorias y de diseñar complejos instrumentos con los que probar el arrojo de sus ideas. Solo que esta vez fue conminado a supervisar uno de sus trabajos. 

La espesa niebla cubría el fiordo de Neliansk, cerca del paso de Ostosk que separaba la madre patria del imperio del sol naciente. La flotilla comandada por el almirante Shevrenov mantenía una formación en línea, disponiéndose a cruzar el estrecho. 

Encabezaba la formación el buque insignia de la armada soviética en el Pacífico, el afamado acorazado Topalov.  Una bestia insumergible, cuyo acero procedía de la siderúrgica de Minsk,  transportado en planchas,  atravesando el continente, hasta los astilleros de Vladivostok.

¡Boom! gritaba Alexei, el hijo del jefe de máquinas. Y ello resultó premonitorio, a pesar de rememorar la enésima victoria sobre la débil escuadra japonesa. Ahora ese “booooom”, resonó cortando el silencio de la noche, un aullido silbante y una cortina de agua a estribor. 

El zafarrancho de combate hizo que los tripulantes que descansaban en sus angostas literas, se incorporasen como un resorte, con sus uniformes, de líneas negras y blancas, señalando los colores de un tablero de ajedrez. 

Yuri dejó su libreta incompleta. Sumergida en el destino. Hasta que esta mañana el equipo de buceo número dos, del See Ocean, la encontró conservada en el interior de una caja metálica.

El brazo robótico se estiró y con suma precisión recogió el preciado tesoro. El documento fue examinado por nuestro equipo técnico. 

La flota soviética fue sorprendida por los nuevos acorazados japoneses, más ligeros, y de gran potencia de fuego. Para cuando adivinaron los soviéticos el origen de las andanadas niponas, ya era demasiado tarde. Parte de la flotilla roja ardía  tapizando la superficie de las gélidas aguas con los cuerpos de cientos de náufragos.

El último en hundirse, fue el Topalov, la joya de la flota del pacífico, y con él, el prestigio de la madre patria y el de uno de sus ingenieros más ilustres.

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