El economista observaba la tarta que tenía que repartir entre sus dos comensales. Éstos estaban ya sentados cada uno a un lado de la mesa, con los ojos abiertos, como los platos que les acompañaban justo en frente, dispuestos a acoger la porción de tarta horneada con la receta del buen economista.
Pero, y contra todo pronóstico, el buen economista decidió no hacer un corte proporcional e igualitario. Es decir, cortar dos trozos más o menos iguales, uno para cada comensal. En lugar de eso abrió su viejo manual de Economía.
Y extrajo la siguiente conclusión. No basta con saciarse cada cual con un trozo, ya que las necesidades humanas son ilimitadas, así que hay que respetar la libertad o voracidad de cada uno de cara a optar al recurso, que por otro lado, no deja de ser limitado. Esta era la denominada regla de oro.
Así que se limitó a establecer la siguiente regla para los comensales. No existe la proporcionalidad porque es enemiga de la libertad. Antes bien, ustedes dos, competirán “libremente” por comer cuanto deseen hasta que no quede nada de esta sabrosa tarta.
Ambos comensales se miraron extrañados. Pero cuando uno levantaba la mano para manifestar su desacuerdo, el segundo ya se había arrimado parte del pastel, devorando una buena parte sin detenerse un instante a discutir la regla de oro de la no restricción o no proporcionalidad.
Esta misma regla la decidió aplicar el economista en su boda, en lugar de tener que cortar y contar trozo a trozo, era más fácil invitar a la concurrencia a servirse libremente, aunque ello trajo al principio, cierto grado de anarquía, hasta que la cosa se fue equilibrando a medida que el personal iba familiarizándose con la nueva regla de oro del buen economista.
Hubo de todo, gente que se atiborró, otros que comieron lo justo y unos cuantos que no llegaron a tiempo, o que no se enteraron de cómo iba el reparto.
Lo cierto, es que el buen economista, observó que poniendo en práctica su receta, casi siempre se beneficiaban los mismos, quedando los demás hambrientos y desasistidos, por no contar aquellos que rechazaban aquella forma de reparto, que consideraban injusta, ya que obligaba a cambiar su forma apacible de ser, por una conducta rapaz que colocaba al resto de comensales como fieros competidores.
El ser humano es así. Respondía el buen economista desde su púlpito. Inoculando estos principios entre las bisoñas promociones de buenos economistas. Entre el aplauso de unos comensales obesos que apenas cabían en sus asientos. Tan solo unos pobres comensales críticos, cuasi esqueléticos, imploraban fuera de los altares por un reparto justo, unos pobres enemigos de la libertad y de la igualdad de oportunidades, que por suerte o por desgracia no entendían de ciencia económica.