Contenidos
¿EL PROBLEMA DEL CONOCIMIENTO?
La naturaleza lingüística
El problema del conocimiento surge al interrogarnos de la siguiente manera: ¿Qué es el conocimiento? ¿Qué es conocer?
De forma paralela, el término conocimiento puede emplearse como sinónimo de comprensión o de conciencia, conceptos que encierran interesantes implicaciones.
El primer punto interesante a destacar es la naturaleza lingüística del conocimiento, es decir que estamos ante un verbo y por tanto ante una acción, acción que corresponde por tanto a un sujeto. Esto ya de por sí, demanda un objeto al igual que comer como acción demanda de un alimento. De ahí que casi intuitivamente nos preguntemos: ¿Qué se puede conocer o cuál debe ser el objeto de nuestro conocimiento?
El conocimiento que no representa una acción, se identifica con el objeto de conocimiento adquirido en la propia acción, denotando el conocimiento de algo o el conocimiento como un superconjunto que aglutina a todo lo susceptible de ser conocido.
Ya tenemos pues, un verbo, una acción que implica un predicado que realiza un sujeto (nosotros) sobre un determinado objeto o objetos. Esto si lo traducimos a una expresión formal sería algo como:
S:Pa
Esta fórmula es pre-cognitiva en el sentido que ni siquiera la pensamos, la aplicamos intuitivamente sin mas, predisponiendo la forma de la cuestión a tratar. Viciando el planteamiento de salida.
Este modelo conecta y separa a la vez el sujeto cognoscente del mundo o conjunto de predicables creando un problema de origen lingüístico que no obstante alimenta las calderas del entendimiento humano promoviendo respuestas en el ámbito científico y filosófico. Es interesante pues detenerse a observar los enredos lingüísticos que representan buena parte de las fuentes de las que mana la producción intelectual sobre todo en el ámbito de la Filosofía.
Conócete a ti mismo, rezaba el frontispicio del Oráculo de Delfos, algo que puede representarse mediante la siguiente expresión:
S:Ps
Como un sujeto que se auto referencia como objeto predicable de sí mismo.
Génesis del enredo ontológico
Parménides nos dice que: el ser es y el no ser no es. De nuevo la existencia podría recibir un tratamiento especial, no como cuantificador existencial, sino como una propiedad más de un sujeto, sin duda la cualidad más importante. Esto se podría expresar como:
S:P
Esto es, existir como sujeto predicable. En este caso un sujeto no predicable sería un no ser, o directamente implicaría una contradicción que le negaría la propia existencia. Tal vez una expresión (empleando la negación) como:
¬(S:P)
En este punto, se podría establecer una analogía con la Teoría Intuitiva de Conjuntos identificando el sujeto como un contenedor de propiedades en base a condiciones concretas, lo que es vulgarmente un conjunto, entendiendo la no existencia del mismo mediante su propia negación.
La falacia de la separación
Como hemos indicado más arriba, la separación entre el sujeto y la acción o predicado resulta un artificio útil para la descripción o representación de situaciones. Es nuestro lenguaje pues, el que ordena nuestro mundo.
No podemos escapar del simbolismo o de la mera función representacional, salvo que hagamos un esfuerzo sostenido de introspección y sepamos definir los mecanismos que como digo, generan los enredos propios de nuestras reflexiones filosóficas.
Con las gafas del lenguaje vemos lo justo y necesario, más allá queda una parte de la realidad que se nos escapa ante la domesticación lingüística de nuestra mente.
Fuera de la necesidad de describir y representar un mundo, hemos de suponer que existe un mundo, y que en apariencia no debería estar sujeto a la regla de la separación entre sujeto y objeto, en este caso sería algo parecido a una totalidad. Un único universo sin divisiones ni separaciones heurísticas. Ese universo preexistente que niega la ficcionalidad de la individuación y cuyas relaciones serían representaciones de un mismo ente resulta experimentable antes que cualquier forma fonológica o lingüística, esa conexión o pertenencia al todo no puede decirse, porque no existe nada parecido en nuestro modelo representacional.
La realidad es aquello que no necesita representarse, es en sí. Su solo ser ya implica su propia realidad. En este sentido, el que tengamos que alcanzar la realidad a través de una representación (un velo) no nos garantiza que el objeto representado no sea a su vez una representación y así hasta el infinito.
Esta separación nos sitúa además ante la posibilidad de la falibilidad de la propia representación, al no ajustarse bien al supuesto objeto al que apunta. En tal caso, se produce una escisión entre la acción de conocer de forma certera y la acción de conocer de forma falsa. Pero si ya en nuestro error inicial situamos como realidad o en sí, al objeto de nuestra separación artificial frente al sujeto de la acción de conocer, entonces atribuimos ese error en la representación al propio sujeto o al espacio que media entre sujeto y objeto, o más bien al proceso, que generalmente nombramos como percepción.
Esto tiene su reflejo o ejemplo en la historia de la filosofía, en el caso particular de la tesis parmenídea, en cuanto a que existen dos vías posibles de conocimiento, la vía de la verdad y la vía de la opinión. En este caso se trata de asegurar o aquilatar el conocimiento al aproximarnos a una representación lo más fiel posible al objeto en sí o objeto de conocimiento. Así en función de la vía que tomemos alcanzaremos la doxa (opinión) o la episteme (ciencia).