En el umbral mi sonrisa menguó. Tu maquinal indiferencia sepultaba aquellas carcajadas ahora lejanas, vagas complicidades que como fino hilo se enhebran para dar lugar al tejido más suntuoso.
Pero nada de eso, ahora mi corazón era un mendigo recostado, que apuraba un resto de vino para aplacar las cortantes aristas de una realidad punzante. Tus ojos eran presos de otras realidades, una colección de números serpenteaba aquella hoja, aquel informe, que quedó sepultado con un sello brusco. Una hilera de formalismos, que reptaban cómo aquella serpiente enroscada de burocracia.
Ese edificio gris, donde fueron a morir tus espumosas olas, donde naufragó tu imaginación, sustituida por un sucedáneo de gráficos y estadísticas, señales todas de esa mercantilización trivial que algunos confunden con la vida. Allí alimentó la orla, un rostro bello, sonrosado, jovial, que aún tenía ese espejo de luz cimbreante, el orgullo de haber tocado una cima, una más, tal vez la definitiva, para ti, mujer, esa era la meta deseada.
Yo me enamoré, o reorienté mi rumbo para seguir la luz del faro de tu mirada, que destapaba los peligros de una costa extremadamente cercana.
Del sol la llamaban, ese batir espumoso, ese astro implacable, que tornaba tarea imposible sortearlo, salvo a la sombrita de una terraza, o bajo el pasear del olivo, sintiendo las fragancias de la madre tierra. Tú eras una de las hijas de esa tierra. Ya mujer. Aunque aún próxima a las orillas de la adolescencia. Un territorio en el que el mayor placer se traduce en el jugar al vaivén de las olas. Dando pequeños saltitos, o sumergiéndote por entero, capturando previamente una buena bocanada de aire. Y es esa imagen submarina, de otro mundo, la que nos devuelve la esencia de sentirnos extraños por un momento, en un medio diferente, un tanto alejado de la inmediatez de la respiración fácil. Es allí, donde anclo yo mi frágil esquife, en el fondo blanco y arenoso, sumergiéndome a pulmón en el líquido elemento, emulando, tal vez compartiendo, sensaciones que nos otorguen un grado de complicidad refrescante, aunque nuestros rumbos nos alejen para siempre.
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