FILOSOFÍA

La matemática griega

La matemática como forma de sabiduría: un viaje por la Grecia antigua

Imagínese una civilización que descubre en los números y las figuras geométricas no solo herramientas prácticas, sino claves para descifrar el orden profundo del mundo. En la Grecia antigua, entre los siglos VI a.C. y III d.C., la matemática dio un giro revolucionario: de ser un conjunto de recetas empíricas para contar o medir, pasó a convertirse en un saber teórico, cultivado por amor al conocimiento. Los pensadores griegos integraron la aritmética y la geometría en la nueva aventura de la philosophía (amor a la sabiduría), buscando verdades universales respaldadas por la razón. Nació así una tradición matemática rigurosa y fascinante, donde demostrar un teorema importaba tanto como descubrirlo, y donde las ideas abstractas conectaban con la armonía del cosmos.

Los albores del saber matemático: Tales y Pitágoras

El florecimiento de la matemática griega tiene figuras míticas en sus inicios. En el siglo VI a.C., Tales de Mileto, reconocido como uno de los Siete Sabios, es tradicionalmente señalado como el primer geómetra griego. Viajó a Egipto y aprendió de las fuentes orientales, pero incorporó esos conocimientos a un afán teórico de comprensión. A Tales se le atribuyen hazañas intelectuales que rozan la leyenda: habría calculado la altura de la Gran Pirámide mediante sombras y triángulos semejantes, y predicho un eclipse solar. También se le asocia con teoremas geométricos fundamentales. Uno de ellos afirma que si en un triángulo se traza una recta paralela a uno de sus lados, se forma otro triángulo semejante (misma forma, distinto tamaño). Con este principio de proporcionalidad, Tales podría haber deducido distancias inaccesibles –como la altura de la pirámide de Keops– midiendo solo sombras en el suelo. Otro teorema vinculado a su nombre asegura que un triángulo inscrito en una semicircunferencia es rectángulo, un resultado menos intuitivo cuya demostración debió requerir un razonamiento cuidadoso. Más allá de la veracidad histórica de estas anécdotas, lo importante es el espíritu que representan: los griegos comenzaban a demostrar propiedades generales de las figuras, apoyándose en diagramas y argumentaciones lógicas en lugar de la sola medición práctica. La matemática dejaba de ser un hacer para convertirse en un conocer, con validez universal.

Por la misma época, en la isla de Samos, surgió otro pilar legendario: Pitágoras. Este filósofo y maestro itinerante fundó una escuela en la que la matemática era a la vez ciencia sagrada y camino iniciático. Los pitagóricos veían en los números la esencia oculta de la realidad. Descubrieron, por ejemplo, que la armonía musical dependía de razones numéricas simples: las longitudes de cuerdas cuyos sonidos forman consonancias guardan proporciones como 2:1 (octava), 3:2 (quinta), etc. La famosa frase «todo es número» resume su visión místico-racional: el cosmos estaría regido por la armonía matemática, y comprenderla nos acercaba a un orden divino.

El legado más célebre de esta escuela es el teorema de Pitágoras. Conocido seguramente desde épocas babilónicas en casos concretos (como ternas de números enteros que cumplen $a^2 + b^2 = c^2$), en Grecia el teorema se formuló en toda su generalidad: en todo triángulo rectángulo, el cuadrado construido sobre la hipotenusa equivale en área a la suma de los cuadrados sobre los catetos. Los pitagóricos habrían sido los primeros en ofrecer una demostración de esta profunda relación geométrica. El teorema de Pitágoras no es nada obvio si uno solo se guía por los sentidos; requiere un salto de razonamiento abstracto. Aunque no se conserva la demostración original pitagórica, Euclides siglos después incluyó una en sus Elementos. La cultura griega celebró este resultado como un triunfo del pensamiento: cuenta la leyenda que Pitágoras sacrificó cien bueyes en agradecimiento a las musas tras hallar la prueba (anécdota probablemente ficticia, pero ilustrativa del asombro que causaba la potencia explicativa de la geometría).

Sin embargo, la devoción pitagórica por la aritmética cósmica sufrió pronto un duro golpe. Al aplicar su teorema a un caso sencillo –un cuadrado de lado 1– descubrieron que la longitud de la diagonal no podía expresarse como razón de números enteros. En términos modernos, hallaron que $\sqrt{2}$ es un número irracional, pues no existe fracción $n/m$ que al cuadrado dé 2. Para una escuela que proclamaba que «todo es número» (entendiendo número como número entero o razón de enteros), este descubrimiento resultó traumático. La hipotenusa de un triángulo tan simple como el isósceles rectángulo 1-1-$\sqrt{2}$ escapaba a la medida exacta con unidades discretas. La tradición cuenta que el pitagórico Hipaso de Metaponto reveló el secreto de la inconmensurabilidad de la diagonal del cuadrado y fue castigado por ello (se dice que ahogado en el mar, aunque el detalle probablemente sea apócrifo). Inconmensurable e irracional son precisamente las palabras que los griegos acuñaron para estos nuevos «números» que no encajaban en su cosmovisión aritmética. Pero lejos de frenar el avance, esta sorpresa abrió caminos: obligó a refinar el concepto de proporción y a admitir que la realidad continua (longitudes, áreas) tenía sutilezas más allá de la aritmética simple.

Otro descubrimiento atribuible a los pitagóricos es la llamada sección áurea. Buscando relaciones especiales en las figuras, se toparon con una proporción singular: dividir un segmento de modo que la parte menor sea a la mayor como la mayor es al todo. Este ratio resultante (aproximadamente 1,618…) es el número áureo, $\Phi$. Aunque el término «divina proporción» o «sección áurea» es de origen renacentista (Luca Pacioli, siglo XVI), los griegos ya habían estudiado sus propiedades. Hallaron que la sección áurea aparece de forma natural en el pentágono regular: la diagonal y el lado de este polígono se encuentran en esa proporción, y de hecho son inconmensurables entre sí (otro ejemplo de irracionalidad). Fascinados, los pitagóricos adoptaron el pentagrama (la estrella de cinco puntas, que se forma uniendo las diagonales del pentágono) como símbolo de su sociedad, quizá porque en sus trazos se oculta repetidamente la proporción áurea, signo de una armonía secreta. Así, ya en el siglo VI a.C., la matemática griega había revelado sorpresas conceptuales: teoremas generales, razones místicas, irracionales inquietantes… todo indicaba que el «amor al saber» de estos filósofos-geómetras iba a deparar una aventura intelectual sin precedentes.

Los retos del siglo V a.C.: problemas clásicos e ideas nuevas

En el siglo V a.C., la matemática griega siguió expandiendo sus fronteras, espoleada en parte por desafíos que a primera vista eran simples de enunciar pero resultaron imposibles de resolver con los métodos tradicionales. Tres enigmas geométricos en particular fascinaron a generaciones de sabios:

  • La cuadratura del círculo: trazar un cuadrado de área exactamente igual a la de un círculo dado. Equivalía a «igualar» la circunferencia con una recta, es decir, construir la longitud $\pi$ (pi) con regla y compás.
  • La duplicación del cubo: dado un cubo cualquiera, construir otro cubo de volumen exactamente el doble. En términos numéricos, se buscaba la construcción geométrica de la raíz cúbica de 2.
  • La trisección del ángulo: dividir un ángulo arbitrario en tres ángulos iguales usando solo construcciones básicas.

Estos tres problemas clásicos pronto demostraron ser esquivos. Los geómetras griegos intentaron ingeniosas estrategias, sin lograr soluciones mediante regla y compás (herramientas básicas permitidas). De hecho, mucho más tarde se probaría que ninguno tiene solución con esos instrumentos – son irresolubles dentro de la geometría euclídea clásica (la cuadratura del círculo, por ejemplo, se supo en el siglo XIX que es imposible porque $\pi$ es un número trascendente). Pero lo importante es cómo esos problemas estimularon el ingenio matemático durante la Antigüedad.

A primera vista, los geómetras pensaron que estas tareas deberían ser resolubles: al fin y al cabo, se podían cuadrar figuras curvilíneas más simples (el filósofo Anaxágoras, encarcelado, pasó el tiempo intentando cuadrar el círculo, sin éxito; pero Hipócrates de Quíos consiguió cuadrar ciertas lúnulas o figuras en forma de luna creciente, áreas curvadas especiales cuyo valor pudo igualar al de un rectángulo). También se sabía bisecar (dividir en dos) cualquier ángulo, ¿por qué no trisecarlo? Y duplicar el volumen… ya se duplicaba el cuadrado fácilmente, bastaba con la diagonal (pues $(\sqrt{2})^2 = 2$); Platón en su diálogo Menón utiliza justo la duplicación del cuadrado como ejemplo de aprendizaje geométrico. Sin embargo, estos tres retos resultaron mucho más profundos.

En la búsqueda de soluciones, los matemáticos griegos del siglo V a.C. introdujeron conceptos novedosos. Uno fue la media proporcional (o media geométrica): un segmento $x$ es media proporcional entre $a$ y $b$ si $a:x = x:b$, lo que implica $x^2 = ab$ (así que $x = \sqrt{ab}$). Esta noción de raíz cuadrada geométrica se exploró a fondo. Hipócrates de Quíos demostró que duplicar el cubo equivalía a encadenar dos medias proporcionales: para obtener el doble de un volumen unitario, bastaba encontrar $x$ e $y$ tales que $1:x = x:y = y:2$. De esas proporciones se deduce que $x^3 = 2$, es decir, $x = \sqrt[3]{2}$. Claro que hallar una media proporcional (la raíz cuadrada) era posible con regla y compás, pero dos medias proporcionales (la raíz cúbica) ya no. Aún así, razonar de este modo fue un paso adelante: significaba traducir un problema volumétrico en uno de proporciones y raíces, abriendo camino a soluciones más sofisticadas.

Otra idea revolucionaria que surgió fue el método de exhaución (agotamiento). Antifonte y Bryson de Heraclea, hacia finales del siglo V a.C., intuyeron que podían aproximar el área de un círculo inscribiendo polígonos de cada vez más lados: cuadrado, hexágono, dodecágono… a medida que aumentaba el número de lados, el polígono «agotaba» el espacio del círculo. No alcanzaron una respuesta exacta, pero plantaron la semilla de un razonamiento límite: la noción de aproximación sucesiva que tiende a un valor. Poco después, este método sería perfeccionado en manos más hábiles.

Entretanto, la fiebre por resolver los grandes problemas produjo soluciones fuera de la caja que ampliaron la geometría. Hípias de Élide, un sofista versátil, inventó una curva denominada luego la trisectriz de Hípias (o cuadratriz). Esta curva, trazada por un ingenioso mecanismo combinando un movimiento rectilíneo uniforme con uno circular, permitía lograr lo prohibido: con su ayuda se podía trisecar un ángulo cualquiera e incluso cuadrar el círculo. Claro que el truco estaba en que la curva misma no era construible con regla y compás, así que no «contaba» como solución legítima en términos euclidianos; aun así, su mera invención mostró la creatividad griega para superar límites. De forma similar, el filósofo Arquitas de Tarento (contemporáneo de Platón) encontró una solución para la duplicación del cubo mediante una construcción espacial: intersecando una superficie toroidal (un «dónut» geométrico) con un cono y un cilindro, logró determinar dos segmentos en proporción continua 1:x = x:y = y:2, resolviendo teóricamente el problema. Este método usaba curvas y superficies fuera del plano, prefigurando la aplicación de coordenadas y secciones mucho más tarde. Aunque ni la cuadratriz ni la curva de Arquitas eran admitidas en la ortodoxia de la «geometría pura», su aparición ensanchó el horizonte matemático más allá del compás.

En este siglo V a.C. también hubo avances en las primeras compilaciones de saber. Hipócrates de Quíos, además de sus aportes ya mencionados, redactó un libro llamado Elementos (el primero conocido con ese título), recopilando teoremas de geometría plana acumulados hasta entonces y posiblemente ofreciendo demostraciones. Su obra no se conserva, pero se sabe que incluía resultados sobre áreas y proporciones. Fue un precursor de lo que Euclides consolidaría más tarde.

Finalmente, cabe mencionar que incluso pensadores no especializados exclusivamente en matemática realizaron contribuciones notables. El filósofo materialista Demócrito de Abdera, más famoso por su teoría atomista, también reflexionó sobre problemas de volumen: se le atribuye haber deducido correctamente que el volumen de un cono es la tercera parte del volumen de un cilindro de igual base y altura (y análogamente, la pirámide es un tercio del prisma correspondiente). Este resultado sería formalmente demostrado mucho después por Eudoxo y Euclides, pero la intuición de Demócrito muestra que el espíritu griego buscaba entender las magnitudes con razonamientos generales, incluso antes de disponer de técnicas formales de cálculo continuo. De hecho, cuando se le preguntó a Demócrito sobre su ocupación, respondió orgullosamente: «Estoy calculando el volumen de una pirámide». La matemática empezaba a reconocerse como un pilar más de la indagación filosófica en todas las cosas.

La revolución platónica: matemáticas y filosofía en el siglo IV a.C.

El siglo IV a.C. vio converger la matemática con la filosofía de una manera profunda. En Atenas, Platón fundó la Academia (hacia 387 a.C.) y colocó la enseñanza matemática en su núcleo. Se dice que en la entrada de la Academia figuraba la inscripción: «Que no entre nadie que ignore la geometría». Más allá de la anécdota, es cierto que Platón consideraba la geometría, la aritmética, la música y la astronomía (el quadrivium pitagórico) como disciplinas formativas esenciales para el filósofo. Bajo su tutela directa o indirecta se formó el mayor grupo de matemáticos de la primera mitad del siglo IV. Eudoxo de Cnido, Teeteto de Atenas, Arquitas de Tarento, Menecmo de Alopeca, Teodoro de Cirene y otros, todos fueron contemporáneos o jóvenes discípulos en la órbita platónica. Platón no era matemático practicante (no descubrió teoremas nuevos), pero su influencia catalizó desarrollos importantes y estableció criterios de rigor: preferencia por construcciones con regla y compás (consideradas más «puras» que métodos mecánicos como la cuadratriz), valoración de la demostración deductiva, y primacía de la geometría como lenguaje de la ciencia.

Además, Platón incorporó ideas matemáticas a su cosmovisión filosófica. En su diálogo Timeo, presenta al Demiurgo (el «artesano divino») organizando el cosmos según proporciones numéricas y formas geométricas perfectas. Asocia cada uno de los cuatro elementos clásicos con un sólido regular: el tetraedro (4 caras triangulares) para el fuego, el icosaedro (20 caras) para el agua, el octaedro (8 caras) para el aire y el cubo (6 caras) para la tierra; el quinto sólido regular, el dodecaedro (12 caras pentagonales), lo relaciona con la figura del universo completo. Esta bellísima analogía subraya la convicción platónica de que las formas matemáticas subyacen a la estructura de la realidad. Los llamados sólidos platónicos (los cinco poliedros regulares) se convirtieron en un tema de estudio matemático: se sabía desde los pitagóricos que solo existen cinco, pero probablemente fue Teeteto quien demostró exhaustivamente esta clasificación, sentando bases para la geometría sólida.

Mientras Platón marcaba el rumbo idealista, un talentoso alumno suyo, Eudoxo de Cnido, revolucionaba la matemática técnica. Eudoxo (408-355 a.C.) es a veces considerado el matemático más grande antes de Arquímedes. Su aporte capital fue la formulación de la teoría general de las proporciones, expuesta luego en el libro V de Los Elementos de Euclides. Esta teoría permitió comparar magnitudes continuas (longitudes, áreas, volúmenes) incluso cuando no eran conmensurables, es decir, aunque no tuvieran una unidad común de medida entera. En esencia, Eudoxo creó un lenguaje para hablar rigurosamente de irracionales sin mencionarlos como números: dos magnitudes son proporcionales si satisfacen ciertas relaciones de múltiplos enteros, evitando así fracturas lógicas. Este logro salvó el escollo que descubrieron los pitagóricos con $\sqrt{2}$, y reinstauró la fe en que la geometría podía manejar cantidades «indecibles» mediante razones. Otro desarrollo asociado a Eudoxo fue la formalización del método de exhaución que bosquejaron Antifonte y Bryson. Eudoxo lo empleó para demostrar teoremas de áreas y volúmenes con precisión casi calculatorial: por ejemplo, mostró que el área de un círculo es proporcional al cuadrado de su radio, y que el volumen de una pirámide es un tercio del del prisma equivalente, acercándose por pasos sucesivos y razonamiento al límite. Tales pruebas, que anticipan la idea de integrar infinitas láminas para obtener un volumen, fueron un anticipo brillante del cálculo infinitesimal desarrollado dos milenios después. No es casualidad que a Eudoxo se le considere un precursor de Arquímedes y, vía Arquímedes, de Newton.

Eudoxo brilló también en el campo de la astronomía matemática. Respondiendo al llamado «problema de Platón» (¿qué movimientos circulares uniformes pueden explicar el errático curso de los planetas en el cielo?), Eudoxo ideó el primer modelo geométrico del sistema planetario. Su hipótesis de las esferas homocéntricas imaginaba cada planeta engarzado en un conjunto de esferas que giraban dentro unas de otras, compartiendo el mismo centro (la Tierra), de modo que la combinación de giros produjera los bucles retrógrados observados en el firmamento. Para cada planeta propuso varias esferas: por ejemplo, para explicar la complicada trayectoria de Marte, eran necesarias cuatro esferas concatenadas. Aunque su modelo carecía de exactitud predictiva fina y adolecía de problemas (no explicaba por qué los planetas varían en brillo, ni integraba todos los astros en un único sistema unificado), fue un paso gigantesco: introdujo la geometría esférica y la idea de que con suficiente ingenio matemático se podían «salvar las apariencias» del movimiento celeste. Aristóteles adoptó y refinó el sistema de Eudoxo en su propia cosmología, integrándolo en una visión general del universo. Así, gracias a Eudoxo, la geometría no solo medía la tierra sino que empezó a ascender al cielo.

Junto a Eudoxo y bajo el paraguas de la Academia también destacó Teeteto (circa 414-369 a.C.), quien profundizó en los números irracionales que antes mencionamos. Teeteto clasificó las distintas especies de inconmensurables: esencialmente, describió cuáles raíces cuadradas de números naturales son racionales y cuáles irracionales (por ejemplo, $\sqrt{2}, \sqrt{3}, \sqrt{5}$… son irracionales, pero $\sqrt{4}=2$ es racional, etc.), un trabajo teórico que quedó recogido en el extenso libro X de Los Elementos. Además, a Teeteto se le acredita haber estudiado los sólidos regulares mencionados, quizás completando la demostración de que solo cinco pueden existir.

Otro miembro de esta generación, Menecmo (discípulo de Eudoxo, según la tradición), aportó una novedad de enorme recorrido: descubrió las secciones cónicas. Al estudiar cómo resolver la duplicación del cubo mediante figuras geométricas, Menecmo consideró cortes planos a través de un cono y obtuvo curvas de distintas formas dependiendo del ángulo de corte. Así identificó la parábola, la elipse y la hipérbola como secciones de un cono circular. En particular, mostró que podía obtener la solución a $x^3=2$ encontrando la intersección de dos curvas específicas (dos parábolas, o una parábola y una hipérbola, según versiones posteriores). Aunque esto tampoco era una construcción válida con compás, sí demostró que, conceptualmente, la respuesta existía en la intersección de curvas definibles matemáticamente. Las cónicas de Menecmo trascendieron su propósito original: pronto se estudiaron por sí mismas, al revelarse como curvas con propiedades fijas (la elipse tiene sumas de distancias constantes a dos focos, la parábola refleja rayos paralelos a su eje en su foco, etc.), convirtiéndose en un objeto permanente en el repertorio matemático. Dos siglos después, Apolonio de Pérgamo llevaría la teoría de cónicas a su culmen, pero Menecmo abrió el camino en el siglo IV a.C.

Mientras tanto, Aristóteles (384-322 a.C.), el gran filósofo peripatético, aunque no contribuyó con teoremas nuevos, cimentó filosóficamente la idea de la matemática como paradigma de conocimiento científico. En su obra Analíticos Posteriores, Aristóteles describió el ideal de un sistema deductivo: verdades evidentes por sí mismas (axiomas) y definiciones en la base, y a partir de ellas, demostraciones lógicas encadenadas que conduzcan a teoremas cada vez más complejos. Y señaló que este ideal se lograba ejemplarmente en matemáticas. Para Aristóteles, el conocimiento más cierto es el de las formas separadas de la materia, y eso justamente estudia la geometría: líneas, puntos, figuras abstractas que no se confunden con los objetos sensibles. Por eso la matemática puede alcanzar conclusiones necesarias y universales. Las otras ciencias, al tratar con materia cambiante, solo podían aspirar a aproximaciones más vagas en comparación. Aristóteles también discutió el método: aceptaba la demostración por reducción al absurdo (tan usada por los pitagóricos, por ejemplo, en la prueba de irracionalidad de $\sqrt{2}$), aunque la consideraba inferior a una demostración directa porque no muestra la causa por la cual algo es verdadero, sino solo que lo contrario es imposible. En suma, Aristóteles asentó la imagen de la matemática como la reina de las ciencias por su certeza, e influyó para que generaciones posteriores mirasen a la geometría euclidiana como modelo de racionalidad. Su pensamiento, unido a la práctica efectiva de los geómetras de la Academia, preparó el terreno para la obra monumental que cerraría el siglo: los Elementos de Euclides.

Euclides y la sistematización axiomática del conocimiento

Hacia el año 300 a.C., en la recién fundada ciudad de Alejandría (Egipto), la matemática griega alcanzó su cúspide en la figura enigmática de Euclides. De Euclides, el hombre, sabemos poco –seguramente vivió a caballo entre los siglos IV y III a.C., y dirigió una escuela de matemática en Alejandría bajo el patrocinio de los primeros reyes Ptolomeos. Pero de Euclides, el autor, conocemos una obra que marcó la historia: los Elementos. Este texto en 13 libros fue una especie de gran síntesis de los tres siglos anteriores de desarrollos griegos en geometría y aritmética. Más que compendiar sin criterio, Euclides organizó el conocimiento en un sistema deductivo-axiomático impecablemente estructurado que se convertiría en el canon de la matemática durante dos mil años.

Los Elementos comienzan estableciendo los ladrillos lógicos básicos: definiciones de términos primitivos («un punto es lo que no tiene partes», «una línea es una longitud sin anchura»…), unas pocas nociones comunes (axiomas evidentes, como «el todo es mayor que la parte» o «cosas iguales a una misma cosa son iguales entre sí») y postulados propios de la geometría (por ejemplo, «se puede trazar una línea recta entre dos puntos cualesquiera», «todos los ángulos rectos son iguales», y el famoso quinto postulado que, dicho en lenguaje moderno, caracteriza las líneas paralelas). Con estos mimbres iniciales, Euclides procede a demostrar proposición tras proposición en una secuencia lógica. Cada nueva afirmación se apoya únicamente en los postulados, nociones comunes o en teoremas ya demostrados con anterioridad, asegurando que nada quede sin fundamento.

El alcance de la obra es asombroso. Los libros I a IV tratan la geometría plana elemental: propiedades de triángulos, paralelas, paralelogramos, el teorema de Pitágoras (proposición 47 del libro I), propiedades del círculo, y la construcción de polígonos regulares inscritos en circunferencias. Esos primeros libros recogen mucha herencia pitagórica y de maestros como Hipócrates de Quíos; de hecho, forman un conjunto bastante autónomo que podría provenir de Elementos anteriores a Euclides. El libro V expone la teoría general de las proporciones de Eudoxo, aplicable tanto a magnitudes conmensurables como inconmensurables, y el VI aplica esa teoría a la geometría plana (por ejemplo, demuestra teoremas sobre figuras semejantes, división de segmentos en partes proporcionales, etc.). Los libros VII, VIII y IX se dedican a la aritmética de los números enteros: aparecen algoritmos como el máximo común divisor, teoremas sobre números primos y compuestos, propiedades de las progresiones aritméticas y geométricas. Euclides incluyó aquí una famosa demostración (libro IX, proposición 20) de que existen infinitos números primos: partiendo de cualquier colección finita de números primos, construye un número nuevo que o bien es primo distinto de todos, o bien tiene un factor primo diferente, mostrando en ambos casos que la lista inicial no podía ser completa. Este ingenioso argumento por reducción al absurdo brilla por su simplicidad y potencia, y es citado a menudo como ejemplo de la elegancia de Los Elementos. El libro X retoma el problema de las magnitudes inconmensurables, clasificándolas de manera exhaustiva (basándose en trabajos de Teeteto). Finalmente, los libros XI, XII y XIII abarcan la geometría del espacio: relaciones métricas de poliedros y cuerpos redondos. En el libro XII Euclides usa el método de exhaución (siguiendo a Eudoxo) para obtener, por ejemplo, el volumen de la pirámide y del cilindro. El libro XIII culmina la obra volviendo a los sólidos regulares: presenta las construcciones de los cinco poliedros y demuestra, esencialmente, que no hay más (cerrando así el círculo con la tradición pitagórico-platónica).

El estilo de Euclides es sobrio y lógico. A lo largo de la obra se puede apreciar cómo introduce resultados simples primero (p.ej., en el libro I, cómo trazar paralelas, cómo sumar o restar áreas mediante construcciones), para luego armar con ellos teoremas más complejos. Un detalle pedagógico es que Euclides incluye diagramas con letras para referirse a puntos, líneas y ángulos, facilitando seguir las demostraciones paso a paso: esta convención diagramática venía de la práctica griega anterior, pero Los Elementos la popularizaron definitivamente.

Uno de los aspectos más comentados, ya en la antigüedad, fue el quinto postulado de Euclides, conocido como el postulado de las paralelas. A diferencia de los otros axiomas, que suenan evidentes, este resultaba más complicado: esencialmente dice que si una recta al cortar dos líneas forma ángulos internos que suman menos de 180º de un lado, entonces esas dos líneas, si se prolongan, acabarán cortándose de ese lado. Muchos sintieron que un enunciado tan «artificioso» debía poder deducirse de verdades más básicas en lugar de asumirse sin prueba. Durante siglos, matemáticos intentaron derivarlo de los otros postulados, lo que condujo a desarrollos interesantes aunque infructuosos; no sería hasta el siglo XIX cuando se demostró que el quinto postulado es independiente de los demás, dando lugar a las geometrías no euclidianas. Esta larga polémica muestra cómo de sólida era la estructura euclidiana: apenas ese punto flaco aparente pudieron encontrarle generaciones de estudiosos a tan magna obra. En cualquier caso, Euclides sentó con sus Elementos un estándar altísimo de rigurosidad: de aquí en adelante, cualquier campo que aspirase a «científico» intentaría construirse con fundamentos firmes y deducciones claras, imitando el modelo geométrico.

Los Elementos tuvieron un éxito inmediato en el mundo helenístico. Se copiaron, comentaron y utilizaron como manual de referencia en las escuelas durante toda la Antigüedad (y más allá: es posiblemente el libro de texto más longevo de la historia, habiéndose empleado aún en el siglo XIX en aulas de matemática). Euclides mismo, según un anecdotario, al ser preguntado por un rey si no había un camino más corto para aprender geometría, respondió: «No hay camino real hacia la geometría». La frase apócrifa refleja la nueva conciencia: el conocimiento matemático requería disciplina y razonamiento, no podía simplemente impartirse por autoridad ni evitar los esfuerzos del entendimiento. Así, a fines del siglo IV a.C. y comienzos del III, la matemática griega quedaba consolidada en un cuerpo coherente, con un método definido y con una colección de resultados fundamentales que abarcaban desde teoremas de polígonos hasta propiedades de números primos. Pero lejos de ser un punto final, esta sistematización fue el trampolín para un estallido creativo aún mayor en el período helenístico.

Arquímedes, Apolonio y la edad de oro helenística

Tras Euclides, la actividad matemática se intensificó en los centros culturales del mundo helenístico, especialmente Alejandría, que se convirtió en una verdadera metrópolis del saber. El período que abarca los siglos III y II a.C. suele considerarse la edad de oro de la matemática griega: nunca antes (y quizás nunca después, hasta la era moderna) hubo tal concentración de genios trabajando en problemas tan diversos. Dos nombres descuellan entre todos: Arquímedes de Siracusa y Apolonio de Pérgamo.

Arquímedes (287-212 a.C.), originario de Sicilia pero formado probablemente en Alejandría, personifica al sabio polifacético. Es famoso por sus anécdotas -lo imaginamos saltando desnudo de la bañera gritando «¡Eureka!» tras comprender el principio de flotación, o moviendo el mundo apoyado en su palanca ideal-, pero sus logros científicos reales superan con creces cualquier relato. En matemáticas puras, Arquímedes amplió la geometría de manera prodigiosa: calculó áreas y volúmenes de figuras curvilíneas con una precisión y rigor sin precedente, aplicando y refinando el método de exhaución de Eudoxo. Por ejemplo, logró cuadrar la figura de la parábola, determinando exactamente el área bajo un arco parabólico (conclusión: $\frac{4}{3}$ del triángulo del mismo base y altura, resultado al que llega mediante una serie infinita geométrica). También calculó la superficie y el volumen de la esfera, comparándolos con los del cilindro circunscrito: demostró que el volumen de la esfera es dos tercios el del cilindro (de igual diámetro y altura), y su superficie también dos tercios la del área lateral del cilindro. Estaba tan orgulloso de este teorema, dicen, que pidió que en su tumba se grabara una esfera inscrita en un cilindro. Arquímedes además dedicó esfuerzos notables a aproximar el valor de $\pi$, mediante polígonos inscritos y circunscritos de muchos lados: alcanzó a acotar $\pi$ entre 3 + 10/71 y 3 + 10/70, un intervalo extraordinariamente pequeño para la época (≈ [3.1408, 3.1428]). En otro tratado, El Arenario, mostró una faceta distinta pero igualmente visionaria: inventó un sistema de numeración capaz de expresar números gigantes, mucho más allá de lo que la notación griega estándar permitía, con el fin teórico de contar cuántos granos de arena cabrían en el universo. Sin saberlo, estaba anticipando la idea de la notación exponencial y los números astronómicos.

Lo singular de Arquímedes es que combinó esta matemática abstracta con la física y la ingeniería. Introdujo la noción de peso específico y de centro de gravedad en tratados como Sobre el equilibrio de los planos, donde formuló la ley de la palanca de modo matemático: demostró que dos pesos se equilibran en distancias inversamente proporcionales a sus magnitudes, fundamentando los principios de la estática. En Sobre los cuerpos flotantes, derivó el principio de Arquímedes que rige la flotación: un cuerpo sumergido experimenta un empuje hacia arriba igual al peso del volumen de líquido que desaloja. Analizó condiciones de estabilidad de objetos flotantes, incluso formas curvas como segmentos de parábola, mostrando un dominio excepcional tanto de la teoría como de la experimentación mental. Este matrimonio entre geometría y realidad fue innovador: Arquímedes trató problemas físicos con método geométrico, equiparando en su mente las leyes del equilibrio a proposiciones matemáticas demostrables. No obstante, la mentalidad de la época tendía a separar matemáticas puras de física –se consideraba que la primera daba verdades exactas, mientras la segunda (el estudio de la naturaleza) solo podía aspirar a aproximaciones cualitativas. Arquímedes rompió un poco esa barrera, aunque su enfoque no se generalizó entre sus contemporáneos. De hecho, sus escritos técnicos sobre máquinas simples o principios mecánicos se difundieron menos que los puramente geométricos.

Aún en el terreno práctico, Arquímedes fue un inventor brillante. Diseñó artefactos como el tornillo de Arquímedes, una bomba de agua helicoidal que se sigue usando en ciertas aplicaciones agrícolas, y famosos ingenios militares (grúas, catapultas e incluso –según la leyenda– espejos ustorios capaces de incendiar barcos enemigos a distancia). También se le atribuye la construcción de un modelo planetario mecánico que mostraba los movimientos del Sol, la Luna y los planetas, posiblemente mediante engranajes; algunos especulan que el mecanismo de Anticitera encontrado en un naufragio romano podría ser un descendiente de este planetario de Arquímedes. Todo esto muestra a un pensador para quien la matemática era verdaderamente una forma de sabiduría integral, que abarcaba tanto la contemplación teórica como la invención aplicada. Su influencia sería enorme: en la Edad Moderna, científicos como Galileo y Newton reivindicaron a Arquímedes como maestro intelectual por haber sabido «hacer geometría» en el mundo físico.

Contemporáneo de Arquímedes, aunque algo más joven, fue Apolonio de Pérgamo (ca. 262-190 a.C.). Apolonio se enfocó en la geometría pura, y en particular, llevó al esplendor aquel tema inaugurado por Menecmo: las cónicas. Su tratado Sobre las secciones cónicas, en ocho libros (siete han llegado, aunque dos en traducción árabe), es una obra maestra de síntesis y originalidad. Amplió la teoría mucho más allá de lo que Menecmo había logrado, introduciendo términos que aún usamos: él acuñó los nombres de elipse, parábola e hipérbola. Estudió las propiedades focales, las asíntotas de la hipérbola, las relaciones entre parámetros… en definitiva, estableció el conocimiento de estas curvas al nivel de la geometría euclidiana. La influencia de Apolonio se sentiría más tarde en el desarrollo de la astronomía (las órbitas planetarias se aproximarían con combinaciones de círculos equivalentes a determinadas secciones cónicas) e incluso en la geometría analítica de Descartes, pues las cónicas de Apolonio serían re-descubiertas como curvas algebraicas de segundo grado. Además de su trabajo en geometría, a Apolonio se le atribuyen aportes en álgebra geométrica (problemas de tangencias de círculos que anticipan conceptos de cálculo algebraico) y en astronomía teórica: fue pionero en describir los movimientos planetarios mediante la combinación de un círculo principal (deferente) con un círculo menor que gira alrededor de un punto de aquel (epiciclo). Esta idea de epiciclos y deferentes resultó ser muy poderosa para «salvar las apariencias» de los planetas, y aunque Apolonio la propuso de forma geométricamente abstracta, sería adoptada y refinada por astrónomos posteriores como Hiparco y, sobre todo, Ptolomeo. Por esto, Apolonio es un puente entre la matemática pura y la astronomía: su geometría de círculos combinados fue la base del modelo planetario que dominaría hasta la época de Copérnico.

No se debe pensar que Arquímedes y Apolonio fueron casos aislados en su siglo. La comunidad matemática helenística era amplia. En Alejandría y otras ciudades trabajaron también, por ejemplo, Eratóstenes de Cirene (276-194 a.C.), figura polifacética que dirigió la famosa Biblioteca de Alejandría. Eratóstenes ideó un método eficiente para hallar números primos (la criba de Eratóstenes), calculó con sorprendente exactitud la circunferencia de la Tierra midiendo sombras en dos localidades distantes y aplicando proporciones simples, e intentó determinar la distancia al Sol y la Luna. Aunque sus valores astronómicos no fueron tan precisos, fue de los primeros en aplicar la geometría a mediciones directas del globo terráqueo, fundando prácticamente la ciencia de la geodesia. También propuso un instrumento llamado mesolabio para resolver la duplicación del cubo mecánicamente. Por su parte, Conón de Samos y Nicomedes investigaron curvas especiales (la espiral de Arquímedes fue estudiada por Conón y Arquímedes; la cuadratriz de Hípias fue reutilizada por Dinóstrato en el siglo IV a.C. para cuadrar el círculo, como mencionamos; Nicomedes describió la concoide para resolver problemas de trisección y duplicación). Vemos así que el repertorio de curvas y métodos seguía creciendo.

Para fines del siglo III a.C., la matemática griega abarcaba desde teorías muy abstractas de números hasta aplicaciones prácticas y modelos del mundo físico. No obstante, aún tenía más por ofrecer, especialmente en su encuentro con la astronomía en el siglo siguiente.

La matemática de los astros: de Hiparco a Ptolomeo

La mirada matemática griega siempre estuvo atraída por el firmamento. Ya desde Tales, que supuestamente predijo un eclipse, o desde los pitagóricos, que concebían los planetas como instrumentos de una sinfonía cósmica, había un impulso por comprender los cielos con números y figuras. En la época helenística tardía, ese impulso se convirtió en una ciencia madura: la astronomía matemática, donde la geometría y el álgebra primitiva se ponían al servicio de predecir posiciones planetarias y eclipses.

El gran pionero en este campo fue Hiparco de Nicea (activo hacia 150 a.C.). Hiparco, a menudo considerado el mayor astrónomo de la antigüedad, combinó observaciones meticulosas con modelos geométricos. Se basó en la idea de los epiciclos introducida por Apolonio: para explicar las irregularidades del movimiento planetario y lunar, empleó círculos deferentes y epiciclos, ajustando sus tamaños y velocidades para que concuerden con los datos empíricos. También mejoró el sistema de coordenadas celestes, estableciendo la longitud y latitud celeste y quizás catalogando unas 1000 estrellas con sus posiciones (fue el primero en notar la precesión de los equinoccios, un lento desplazamiento del eje terrestre relativo a las estrellas, al comparar sus datos con observaciones babilonias antiguas).

En el aspecto matemático puro, Hiparco es célebre por haber fundado la trigonometría. Necesitaba calcular distancias angulares y arcos, y para ello confeccionó probablemente la primera tabla de valores trigonométricos (en su caso, de longitudes de cuerda de círculo en función del ángulo central, lo que equivale a una tabla de senos). Introdujo el uso sistemático del círculo dividido en 360°, heredado de los babilonios, y métodos para resolver triángulos, especialmente los triángulos esféricos (ya que las posiciones en el cielo se proyectan sobre la esfera celeste). Cada vez que hoy usamos una fórmula trigonométrica estamos en deuda con este sabio alejandrino. Hiparco además refinó el cálculo de tamaños y distancias del Sol y la Luna mediante ingeniosos procedimientos geométricos a partir de eclipses, mostrando cuánto se podía lograr con observación y teoría conjunta.

Toda esta tradición alcanzó su cúspide en el siglo II d.C. con la figura de Claudio Ptolomeo (ca. 100-170 d.C.), astrónomo y matemático que trabajó también en Alejandría, aunque en un mundo ya bajo dominio romano. Ptolomeo recopiló y amplió el saber astronómico de sus predecesores en un tratado monumental conocido como el Almagesto (título árabe dado siglos después, su nombre griego original es Sintaxis matemática). En esta obra, dividida en 13 libros, Ptolomeo expone un modelo geocéntrico completo del cosmos: la Tierra fija en el centro, los planetas (junto con el Sol y la Luna) girando a su alrededor en combinaciones de deferentes y epiciclos, y la esfera de las estrellas fijas envolviendo todo. Sigue los principios básicos que ya había en Apolonio e Hiparco –movimientos circulares y uniformes, uso de epiciclos–, pero agrega un recurso matemático adicional para afinar la concordancia con las observaciones: el concepto de ecuante. En el modelo de Ptolomeo, el centro del epiciclo de cada planeta no se mueve a velocidad uniforme respecto al centro de la deferente (que sería la Tierra), sino respecto a un punto desplazado llamado ecuante. Esta pequeña trampa geométrica rompía la pureza de «movimiento uniforme alrededor del centro» pero permitía predecir con mucha mayor exactitud las posiciones planetarias y las variaciones de su velocidad aparente. Aunque conceptualmente podría verse como un artificio, el ecuante muestra la flexibilidad con la que Ptolomeo abordó la tarea: su meta era la predictibilidad matemática del cielo, y la logró con notable precisión para la época.

El Almagesto de Ptolomeo no solo presenta modelos teóricos, sino que incluye un catálogo de más de un millar de estrellas (actualizando el de Hiparco) y una trigonometría muy desarrollada para apoyar los cálculos. Ptolomeo ofreció una tabla de la función seno (todavía en forma de cuerdas de círculo) con incrementos de medio grado, una hazaña computacional realizada sin notación algebraica moderna, solo con proporciones y geometría. También desarrolló métodos para resolver cuadriláteros esféricos (precursor de identidades esféricas). En suma, dejó la astronomía matemática en un punto tan alto que su sistema geocéntrico, con todas sus complejidades de epiciclos, deferentes y ecuantes, dominó el pensamiento científico hasta el siglo XVI. La cosmología ptolemaica se convirtió en dogma astronómico en la Edad Media, en parte gracias a su adopción por pensadores árabes y latinos, por lo que el esfuerzo griego tuvo eco más de mil años después.

Además de astrónomo, Ptolomeo incursionó en otros campos: escribió un tratado de Óptica donde aplicó principios geométricos al estudio de la luz, la reflexión y la refracción; y compuso una Geografía que, aunque con errores, intentó mapear el mundo conocido usando longitudes y latitudes (aplicando proyecciones cartográficas). Todo ello bajo la impronta de la matemática como herramienta descriptiva.

Mientras Ptolomeo trabajaba en Alejandría, la tradición matemática griega se mantenía viva también en otras áreas. En el siglo I d.C., Herón de Alejandría combinó la herencia de Arquímedes con el gusto ingenieril: escribió sobre mecánica, neumática (inventó un rudimentario motor a vapor llamado eolípila), y en matemáticas es recordado por la fórmula de Herón para el área de un triángulo en función de sus lados, ejemplo temprano de fórmula algebraica aplicada a geometría. Nicomaco de Gerasa, por su parte, en el siglo I-II d.C., reavivó el misticismo de los números pitagóricos componiendo una Introducción a la aritmética muy leída en la Antigüedad tardía, donde catalogaba propiedades de números (perfectos, amigables, figurados) de un modo más filosófico que estrictamente demostrativo, pero que influyó en cómo se enseñaría teoría de números a posteriori.

Ya en el siglo III d.C., surgen las últimas grandes figuras de la matemática antigua. Diofanto de Alejandría escribió una serie de libros titulados Aritmética, centrados en la resolución de ecuaciones algebraicas indeterminadas (lo que hoy llamamos ecuaciones diofánticas en su honor). En un estilo a medio camino entre retórico y simbólico, Diofanto expuso métodos para encontrar soluciones racionales (fraccionarias) a numerosos problemas, esencialmente inaugurando el álgebra como campo propio distinto de la geometría. Su notación era limitada (usaba abreviaturas en lugar de símbolos como «=» o incógnitas plenamente generalizadas), pero introdujo ideas como tratar la solución «negativa» como un caso imposible, o manipular ecuaciones con operaciones sistemáticas. A veces se le llama «el padre del álgebra», aunque su álgebra es todavía muy distinta de la que desarrollarán los árabes siglos después, justamente inspirados por la traducción de su obra. La existencia de la Aritmética de Diofanto nos recuerda que la matemática griega no fue solo geometría: también hubo una vertiente de teoría de números y problemas algebraicos que, si bien minoritaria en comparación, dejó un legado importante.

Casi contemporáneo a Diofanto (quizá un poco posterior, siglo IV d.C.) fue Pappus de Alejandría, quien se puede considerar el último gran geómetra de la Antigüedad. Pappus compiló en su Colección matemática ocho volúmenes de comentarios y teoremas sobre la geometría griega. Gracias a él, muchas de las obras anteriores que se perdieron nos son parcialmente conocidas, porque Pappus resumió o mencionó resultados de Euclides, Apolonio, Arquímedes, e incluso de autores menos recordados. Aportó además teoremas propios, especialmente en geometría proyectiva e incidencia (por ejemplo, el Teorema de Pappus sobre colinealidad de ciertos puntos asociados a hexágonos, que en el Renacimiento sería clave para el desarrollo de la geometría proyectiva moderna). También investigó propiedades de centros de gravedad (generalizando a planos resultados de Arquímedes para líneas, lo que hoy llamamos Teoremas de Pappus-Guldino). En Pappus vemos a un erudito y comentarista que mantuvo encendida la antorcha de la geometría en una época en que las luces intelectuales de la cultura clásica empezaban a extinguirse.

Por último, es imposible no mencionar a Hipatia de Alejandría, figura emblemática no solo por ser una de las pocas mujeres matemáticas de la antigüedad de las que tenemos registro, sino por simbolizar el ocaso de esta era dorada. Hipatia (c. 355-415 d.C.) enseñó filosofía y matemáticas en Alejandría, comentando las obras de Euclides, Diofanto y Ptolomeo entre otras. Se dice que escribió tratados o comentarios sobre las Cónicas de Apolonio y sobre el Almagesto, y mejoró el diseño de astrolabios y aparatos de destilación. Su trágica muerte a manos de una turba fanática cristiana en 415 d.C. marcó para muchos historiadores el final simbólico de la ciencia antigua: poco después se cerrarían las escuelas filosóficas paganas, y la continuidad del saber griego quedaría en manos de eruditos en oriente y, más tarde, de la emergente civilización islámica. Con Hipatia se cierra el telón de nuestro viaje, pero no sin antes reflexionar sobre la huella indeleble que dejaron aquellos siglos de creatividad.

Epílogo: el legado perdurable de la matemática griega

La aventura de la matemática griega en la Antigüedad nos ha llevado desde las simples mediciones de sombras hasta complejos modelos del cosmos y abstracciones numéricas sorprendentes. ¿Qué legado nos queda de todo ello, más de dos mil años después? En primer lugar, una forma de pensar. Los griegos hicieron de la demostración lógica el pilar del conocimiento: instauraron la idea de que entender algo implica poder razonarlo desde principios evidentes. Este ideal ha permeado no solo a las matemáticas posteriores, sino a toda la ciencia occidental. El método axiomático-deductivo de Euclides fue imitado en filosofía por Espinoza en la Ética, en economía por Debreu, y en innumerables teorías que buscan solidez. Asimismo, los grandes conceptos matemáticos griegos siguen vigentes: la idea de número irracional forma parte de la aritmética escolar; la geometría euclidiana fue durante siglos la única concepción del espacio (hasta que la relatividad general de Einstein nos hizo ir más allá, aunque incluso ella se expresa con geometría no euclidiana, reconociendo así la semilla griega); la trigonometría de Hiparco y Ptolomeo es herramienta cotidiana de ingenieros y astrónomos; el cálculo de áreas y volúmenes iniciado por Eudoxo y Arquímedes desembocó en el cálculo integral de Newton y Leibniz, columna vertebral de la física moderna.

No menos importante es el legado escrito. Obras como Los Elementos de Euclides o el Almagesto de Ptolomeo se copiaron y tradujeron infinidad de veces. En la antigüedad tardía, eruditos bizantinos conservaron muchos de estos textos. Más adelante, los sabios del mundo islámico (al-Jwarizmi, Omar Khayyam, Alhazen, entre otros) tradujeron al árabe y comentaron a Euclides, Arquímedes, Apolonio y Ptolomeo, incorporando sus hallazgos y construyendo sobre ellos nuevas teorías (el álgebra y la óptica, por ejemplo, crecieron en ese fértil intercambio). En el Renacimiento europeo, la recuperación de los clásicos griegos de la ciencia impulsó los avances: Copérnico se inspiró en Ptolomeo (corrigiéndolo con un nuevo sistema heliocéntrico), Kepler comenzó estudiando las secciones cónicas de Apolonio, Galileo retomó a Arquímedes para fundamentar la física de los cuerpos, Fermat redescubrió a Diofanto sentando las bases de la teoría de números moderna, Newton reverenciaba a Euclides y formuló sus Principia con geometría sintética al estilo antiguo. En resumen, la matemática griega es la base sobre la que se erigió la ciencia occidental. Su transmisión fue a veces indirecta y azarosa, pero su esencia pervivió.

Más allá de los usos prácticos, existe una herencia filosófica. Los griegos se preguntaron por la naturaleza de las entidades matemáticas: ¿existen en algún reino platónico de ideas perfectas, o son abstracciones de la mente sin realidad fuera de los objetos materiales? Estas preguntas, debatidas por platónicos y aristotélicos, son el germen de la actual filosofía de la matemática. Cuando discutimos si las matemáticas se descubren o se inventan, en el fondo estamos replanteando asuntos que ya inquietaban a Platón, Aristóteles o los neoplatónicos alejandrinos. Asimismo, la visión pitagórica de un cosmos ordenado por relaciones numéricas resonó con fuerza en la cosmovisión científica posterior: desde Kepler que veía música en las esferas planetarias, hasta la búsqueda moderna de teorías unificadas elegantes, subyace la idea de que la naturaleza tiene una estructura matemática. Ese horizonte de sentido proviene de la intuición griega de que comprender el universo es, en gran medida, encontrar la fórmula o la figura geométrica que lo rige.

En términos humanos, el legado más inspirador es quizá el ejemplo de curiosidad y tenacidad intelectual. Thales midiendo pirámides, Pitágoras escuchando la música de los números, Euclides organizando verdades eternas en su libro, Arquímedes jugando con círculos y palancas para desentrañar principios… Todos ellos nos enseñan el valor de la maravilla reflexiva. La matemática griega fue una aventura del espíritu, un viaje impulsado por el deseo de saber, donde cada problema –por imposible que pareciera– abría la puerta a nuevas ideas. Como forma de sabiduría, sigue invitándonos a contemplar verdades que no envejecen. Y aunque nuestros conocimientos hayan avanzado y se hayan hecho más técnicos, en el fondo, cada vez que demostramos un teorema o descubrimos una ley científica estamos reanudando aquel viejo diálogo iniciado en la Antigua Grecia: el diálogo entre la mente y la naturaleza, mediado por la lengua universal de las matemáticas. En ese sentido profundo, la herencia de la matemática griega sigue viva y su filosofía, vigente: conocer por puro asombro y amor a la verdad, tal como aquellos primeros filósofos-geómetras nos mostraron.